A Nuestros Mozos Indómitos

Brevísimo Ensayo sobre la Juventud

“A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de si mismos a través de juego o trabajo. En cambio el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Tal pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser –pura sensación en el niño– se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.”

Octavio Paz — “El laberinto de la soledad”.

Nuestra juventud ha sido constantemente vapuleada desde todos los frentes: los viejos aborrecen su falta de sensibilidad (sea lo que sea que quiera decir eso); los conservadores claman por la irrupción de la moral cristiana en sus vidas; los de izquierda sólo los valoran en la medida en que perpetúan sus desgastadas tradiciones y discursos; a los del medio sólo les preocupa que se inscriban en los registros y voten por sus tibios candidatos; los universitarios reprochan su excesiva atomización; los chicos alternativos, Salinger en mano, recriminan su visible uniformidad. ¿Sabrá nuestra sociedad de una categoría más universalmente vapuleada? Los homosexuales, indios, flaites y rotos todos tienen a alguien que los defienda. Pero la juventud, definida vaga y antojadísimamente de acuerdo a cada contexto, siempre se ha encontrado con contendores en todos los grupos y categorías sociales.

Y es que el deseo egoísta de perpetuar nuestras formas de vida, ideologías, criterios, deseos, miedos, angustias, aspiraciones, juicios, en resumen, todo aquello que consideramos debe constituir nuestra personalísima visión ideal de ser humano, parece contaminar cada uno de nuestros torpes exabruptos y obtusos veredictos. La juventud se ha transformado, al menos en las mentes de quienes opinan sobre ella, en un continente que todos desean reclamar como propio, en una elevada cumbre en la que todos sueñan con clavar la respectiva bandera de su país imaginado, aunque sea al precio de destruir la autonomía y heterogeneidad propia de las culturas originarias que libres ahí habitan. En el fondo, hablar de la juventud, criticarla, sólo expone aquél primitivo deseo colonizador del ser humano, que en el intento de negar a la muerte y desafiar nuestra finitud inherente, niega tercamente al mismo tiempo toda diferencia respecto a sus propias premisas.

Así, confieso disfrutar, sin miedo a remordimientos, cada vez que estas mentes colonizadoras se estrellan miserablemente con la impertinente libertad de nuestros mozos indómitos, quienes, ingenuos y descarados, encarnan con energía y vigor justamente lo que aquellos sedientos de inmortalidad tanto desprecian. Es un sentimiento casi primitivo, que no viene mediado por la razón porque, como bien podría argumentar un escéptico perspicaz, los jóvenes, en cierto caso, podrían encarnar algún ideal absolutista (nazismo, fascismo, comunismo, etc.), mientras que los adultos y más viejos desean quizás perpetuar los valores liberales de la democracia y la justicia. No me refiero a eso. Tiene más que ver con cierto goce de mi espíritu anárquico, de ver como el poder de la petulante razón humana sucumbe una y otra vez ante la infinita complejidad del mundo, de la belleza propia de lo incontrolable, de cómo la realidad se niega tercamente una y otra vez a ser interpretada asertivamente por la analítica humana.

Los jóvenes, llenos de vientos libertarios, se transforman así en la reafirmación de la propia finitud humana, y se encargan, aunque sólo sea por el breve lapso que dura la misma juventud, de mantener vigente mediante sus acciones (y no sus ideas) el espíritu libre y curioso del ser humano: buscan, besan, tocan, se apasionan, pelean, lloran, se reconcilian, discuten, leen, escuchan, se equivocan, cambian su aspecto, sus creencias, sus amigos, amantes, ropas, sufrimientos y alegrías, se pierden en el vértigo del descubrimiento de su propia existencia y se embriagan una y otra vez con las maravillas de lo inmediato.

Es cierto que con el tiempo pareciera que nos hacemos más conservadores, nos cansamos de buscar y renunciamos a aquél fructífero deambular a cambio de algo que nos otorgue seguridad, estabilidad, equilibrio, ya hace rato que se nos acabaron las energías que nos permitían renovar nuestras tercas premisas fundamentales. Afortunadamente, siempre habrá una nueva generación de mozos indómitos listos para contradecir nuestros tozudos, empecinados y oxidados principios, no con ideas, debates o deliberaciones, sino con su constante goce, su perseverante búsqueda, su codiciable libertad.